martes, 21 de marzo de 2023

#PocasPalabrasCon Alejandro Civantos: "La cultura obrera pretende intervenir la realidad, transformarla"

El conocimiento es poder, pero también una forma de acabar con él. Eso fue lo que demostraron miles de anarquistas durante más de cuatro décadas en España a través de panfletos, libros y periódicos escritos con la tita de la razón, con el espíritu de un futuro mejor aún por llegar. Como dice la monografía recién publicada La enciclopedia del obrero. La revolción editorial anarquista (1881-1923) (Piedra, Papel, Libros, 2023), no se trataba de la cultura sin más, como un ente abstracto que transita entre nosotros alejado de una definición concreta. Tampoco era el saber por el saber, esa suerte de síndrome de diógenes cultural que solo suponía elevarte en el escalafón de los ilustrados a través de la acumulación de capital cultural, claramente enraizado en el social y material. No era, ni más ni menos, que la educación para poder liberarse. En estas líneas, Alejandro Civantos, el autor de la publicación, reflexiona sobre ello.


Ángela Martínez ya escribe en el prólogo: "La cultura construye relato y realidad, ordena el mundo, crea, naturaliza, instaura posibilidades, es preciso por ello consolidar una distinta a la burguesía, tomar los medios de producción de la cultura misma". Principalmente, ¿qué diferencia a la cultura obrera de la burguesa?

La propia Ángela responde a eso en el prólogo, y utilizando, además, unos términos muy precisos: la cultura obrera es “activadora” frente a la cultura producida por la burguesía que es, en esencia, “desactivadora”, que quiere adormecer, distraer de la realidad, escamoteártela o, como ella dice, aplicarnos la “sedación”. Coge el periódico de hoy, mira la sinopsis de las películas que ponen esta noche y dime si no lleva razón. Y es que la cultura obrera pretende -o pretendió- intervenir la realidad, transformarla. 

Para la burguesía, en cambio, el mundo está bien hecho, no tiene grietas ni fisuras, no hay rugosidades ni conflictos. Y, si los hay, no se cuentan, porque si no se cuentan no existen. Por eso, en nuestro mundo, la cultura acaba convirtiéndose en ocio, entretenimiento para distraer el tiempo en que no producimos y, en los mejores casos, sólo apela a lo sentimental, a lo personal, y nunca a una transformación estructural de las relaciones sociales, que es para lo que había nacido la cultura obrera: para cambiar el mundo.

Usted sostiene que la cultura, para los libertarios, era la puerta abierta al porvenir ya que no solo permitía mejorar este mundo sino construir otro. ¿Llegaron, aunque fuera por poco tiempo, a construir ese mundo?

Espero que no se me tenga por iluso si digo que buena parte de los logros del movimiento obrero del pasado siglo fueron el resultado de su competencia como clase social alternativa, y de la consciencia de su poder para subvertir el sistema, y ambas cosas los libertarios las consiguieron a fuerza de producir su propia cultura. Esa era la base del nuevo mundo al que aspiraban. Y ahí, aunque fuera brevemente, como dices, no tuvieron rival: la infinidad de escuelas racionalistas, de bibliotecas libertarias, de publicaciones y periódicos proletarios, o de grupos de teatro social, no me dejarán mentir al respecto. Tampoco sobre el hecho de que esta revolución cultural tuvo consecuencias: las cooperativas, las fábricas de autogestión, la conquista de la jornada de ocho horas, la reducción del trabajo infantil, el neomalthusianismo, la lucha contra la cultura reproductiva del patriarcado, el pacifismo, el anti-colonialismo… 

Todo eso fue una realidad. Una experiencia irreprochable. Pero también es cierto, por seguir con metáforas de la albañilería, que, al demoler los cimientos culturales sobre los que se sustentaba, el capitalismo consiguió que se resquebrajara todo ese nuevo mundo.

"(...) no era la cultura sin más, el saber por el saber, como distinción o mérito: se trataba de educarse para poder liberarse (...)", escribe en el libro. Aunque pudiera parecer evidente, ¿qué diferenciaba a la cultura anarquista de la cultura de los intelectuales, incluso de aquellos considerados de izquierdas?

Bueno, los anarquistas desconfiaban por sistema de los intelectuales casi tanto como de la política reglada, como dijo Fermín Salvochea, frustrado tras la experiencia de la I República. A fin de cuentas, los intelectuales, por más revolucionarios que quisieran ser, procedían de la burguesía, y estaban contaminados de sus vicios. No sé: individualismo, creencia en la política representativa -que para los anarquistas era una falta de respeto a las bases-, obsesión con el parlamentarismo -la bestia negra de los ácratas-, o predilección por formas de gobierno como la republicana que, en verdad, a los anarquistas les traía sin cuidado. 

Por eso, cuando el proletariado más consciente, que en España era esencialmente libertario, produjo su propia cultura editorial, que es la que yo he estudiado, intentó que se pareciera lo menos posible a la de la intelectualidad burguesa: nuevos formatos, temáticas, distribución, precios, publicidad que, en aquel momento, como cuento en el libro, fueron totalmente insólitos, y escaparon del control de los circuitos reglados. Sus autores eran ferroviarios, como Elías García Segarra; ebanistas, como Vicente Ballester, o planchadoras, como Rafaela Salazar. Sus editores, trabajadores en la industria del corcho, como Hermoso Plaja, o camareras, como Carmen Paredes. Sus distribuidores, jornaleros, como José Sánchez Rosa. Querían emanciparse intelectualmente de la burguesía y lucharon con todo por conseguirlo.

La cultura, por otra parte, era considerada como un instrumento de clase que la burguesía había utilizado para sojuzgar a la masa obrera. ¿Qué críticas hacían los libertarios a la cultura predominante?

Precisamente eso, que habían utilizado la cultura para negar no sólo el conflicto social, sino la existencia de una alternativa al orden de cosas existente. Piensa que España, en la época que yo he investigado para el libro, era un polvorín social: no había latifundio en Andalucía en el que no hubiera insurrecciones, revueltas campesinas o marchas del hambre, los jornaleros ocupaban municipios y asaltaban tierras. Había secuestros de empresarios, magnicidios, sabotajes de la producción industrial, toma de fábricas… y, por supuesto, la violencia estructural del sistema, la presión de los salarios, las represiones, los procesos judiciales, el pistolerismo por las calles, los sindicatos libres, las infiltraciones policiales, las torturas, la Mano Negra, la Semana Trágica, los Procesos de Montjuich…

Y, sin embargo, si lees la literatura del periodo, José María de Pereda, Pedro Antonio de Alarcón, Juan Valera, Armando Palacio Valdés, Leopoldo Alas “Clarín”, yo que sé, los que perniciosamente se conocen como “realistas”, no hablan de nada de esto, como si no vivieran en el mismo país. Sólo hablan de conflictos sentimentales y líos de faldas, de herencias, de nostalgia, del “sabor de la tierruca”. Y, cuando se aproximan a lo que Galdós llamó el Cuarto Estado, se interesan más bien por los huérfanos, los raterillos, o los trabajadores sin suerte en el amor o en el juego, nunca, nunca afrontan la realidad del proletariado organizado y combativo que se la está jugando contra la patronal en las calles. Y es que quizá esa sea la más grande aportación de la burguesía intelectual a la lucha de clases: haber negado en la literatura la existencia del movimiento obrero.

Hablamos de cultura, pero en su publicación se habla, fundamentalmente, de periódicos. ¿Qué papel jugaron en este cambio de paradigma cultural?

Los periódicos ácratas fueron toda una convulsión para los lectores obreros, desertores heroicos y recientes del analfabetismo. Por un lado les acercaban temáticas del mundo proletario inexistentes en los periódicos tradicionales, y además lo hacían a través de unos colaboradores, procedentes de las propias realidades laborales, con los que los lectores podían fácilmente identificarse, pues firmaban sus artículos como “un zapatero”, “un jornalero” o “un trabajador de La Canadiense”. Por otro lado, se trataba de una prensa antisistema, que no se distribuía por los circuitos habituales, sino a través de militantes, lo que le permitía llegar a todas partes: a los portones de las fábricas, a las casonas de gañanía, a las almadrabas o a las minas. 

Esos periódicos hicieron mucho por la formación de las clases subalternas, sobre todo cuando empezaron a complementar su oferta con folletos, postales, obras extensas en fascículos o almanaques libertarios, que eran una suerte de contrarréplica a los almanaques litúrgicos y además mucho más vendidos. Probablemente, la conciencia de clase del proletariado español nació de allí y también la semilla de la revolución cultural que debía preceder, necesariamente, a la revolución social.

En su obra también sostiene que los libertarios españoles se esforzaron por "construir un arte sin arte, por la sencillez, por la verdad sin belleza, por un mundo, en fin, donde los libros hablen como el hombre". ¿Cree que ahora sucede lo contrario, que las personas intentan hablar como lo hacen los libros?

Es una muy buena pregunta porque, si te fijas, cada vez se habla menos espontáneamente. Y no me refiero ya a los eufemismos, a llamar “operación militar especial” a una guerra o “desaceleración” a una crisis económica, ni tampoco a la dictadura del lenguaje políticamente correcto que nos vuelve tarugos y que prohíbe "Lo que el viento se llevó" por racista o transforma al lenguaje inclusivo las novelas de Roald Dahl en lugar de luchar contra las estructuras sociales que perpetúan esas lacras. Me refiero sencillamente a esas absurdas frases motivacionales rollo Mister Wonderful y, sobre todo, a la hinchazón retórica que nos invade. Hoy se usan vocablos y expresiones, sacadas ya no de los libros, que ocupan un papel muy marginal en la formación de las personas, sino de la publicidad o de los ‘influencers’, que es una forma rebajada de publicidad, un horizonte de referencias lleno de topicazos y lugares comunes, tan previsibles que se nos cala fácil. Mira el Chat GPT. 

Hoy resulta que no hablamos, monologamos para el twitter con conceptos mil veces masticados, e inflamados de supuesta asepsia, pero que esconden un consumismo voraz. Que si “sonríele a los jueves”, que si “porque tú lo vales”. Manda narices. Es casi risible. A menudo ni ellos saben lo que quieren decir, porque se trata de reproducir una salmodia aprendida y huera que sólo los conecta con la inepcia. Y lo hacen lo mismo los adolescentes que los parlamentarios, las instituciones o los presidentes de comunidad de vecinos. Yo en clase me río mucho con los alumnos leyendo "Romeo y Julieta" porque resulta que Romeo habla totalmente en petrarquista: se expresa en un amasijo retórico infumable que oculta sus verdaderas intenciones, por eso Rosalina lo rechaza, porque no se lo cree, pero Julieta, en cambio, pica, porque es víctima también de ese engendro de literatura sentimental que fagocita la realidad. 

Y sería risible sino fuera tan atroz, porque ese vaciado del lenguaje es la mejor muestra del vaciado de las mentes, que es, por otra parte, y dicho en bruto, lo que ha pretendido siempre la cultura dominante. Es una verdad de Perogrullo: si el lenguaje se vacía, no tendrá nada dentro, que es probablemente lo que se pretende. Mira el Instagram de cualquiera. Es la “desrealización” más absoluta. No tiene nada que ver con la vida. Es puro “Matrix”. Pero si “desrealizamos” el lenguaje de los libros, de las películas, de los anuncios o de los videos, si los vaciamos de realidad, nunca podremos comprenderla y mucho menos transformarla, que es lo que pretendía la revolución cultural anarquista.

Y aquí su última oración: "Siglos de cultura burguesa, alimentados por la soberbia y el desprecio, habían podido tambalearse". Es una pregunta personal: al estudiar este fenómeno, ¿se ilusionó en algún momento con que algo así pudiera volver a suceder?

No quisiera parecer ningún cenizo, pero me temo que cada vez se va haciendo más difícil. El capitalismo se nos ha infiltrado en vena de tal manera que hace que lo veamos como algo no sólo inevitable sino incluso francamente conveniente, y eso es terrible. Hay un nivel de narcisismo patológico. Instagram, Tik tok y todo eso, por si no fuera ya suficiente, han acabado por convertirnos en islotes, en reinos de Taifas: se ha perdido todo el sentido de lo colectivo, la ética del nosotros, y eso es aún más lamentable

No obstante, por dejar esto en todo lo alto, te diría que no está todo perdido, que hay resistencias, supervivencias y que, una vez más, el anarquismo se sitúa en la vanguardia de este proceso. Los periódicos independientes on-line o los blogs son maneras de escapar al “mainstream” muy ácratas; las redes, si no se te llenan de “haters”, son métodos bastante asamblearios; el copyleft era otra práctica libertaria, lo mismo que las listas de correo, los intercambios, o los "paqueteros", que eran agentes de ventas fuera de los circuitos comerciales. Si a eso vamos, hasta los audiolibros, hoy tan en boga, responden a una técnica de acceso a la lectura que fue muy propia de la acracia a principios del s. XX. Y eso en el campo cultural porque también están, desde luego, los grupos de consumo sostenible, las prácticas de economía circular, las cooperativas autogestionadas, los núcleos de enseñanza no formal… 

En su última y muy divertida novela, "Lugar Seguro", Isaac Rosa habla un poco de esto, de cómo todas esas alternativas al salvajismo capitalista, vilipendiadas y ridiculizadas oficialmente, son, en el fondo, cada vez más necesarias para escapar de esta jungla de individualidades tóxicas en la que nos hemos dejado sepultar.

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